En el Diario La Tercera, el columnista escribió contra la corrupción y la diferencia entre unos y otros delincuentes.
“La dilatada trayectoria política del exsenador Jaime Orpis, reconocida por sus pares en el Congreso, y su incansable labor social por rehabilitar a jóvenes de la adicción a las drogas”. Publicitada así parte el editorial de ayer de El Mercurio, que también destaca que “en un hecho poco habitual, el mismo parlamentario, en un gesto valioso, reconoció conductas ilícitas -si bien negando la acusación de cohecho-, ofreció disculpas y señaló, en una emotiva declaración, que después de este proceso ya no sería un hombre digno de confianza”.
Leyendo ese encendido homenaje cuesta entender que el editorial habla de la condena a dos políticos corruptos -el exsenador Orpis y la exdiputada Isasi- que recibieron dinero de un gran grupo económico a cambio de seguir instrucciones para favorecer los intereses de esos millonarios financistas.
Es un doble estándar habitual en Chile. A quien comete un lanzazo o hurta una gallina se le llama, sin ningún eufemismo, “delincuente”. Pero cuando es un miembro de la élite quien delinque, lo relevante es su historia de vida, su “gesto valioso”, su “emotiva declaración”, o como tituló esta semana La Segunda: su supuesta condición de “político ejemplar”.
Incluso el ministro de Justicia, Hernán Larraín, declaró su “plena confianza en Jaime Orpis”, quien ya estaba confeso de fraude al fisco, y se ofreció “con todo gusto” a declarar en su favor en el juicio (ofrecimiento que retiró tras las críticas).
¿Cuántos minutos duraría en su cargo un ministro de Justicia que apoyara así al autor de un portonazo o un robo? ¿Y por qué, en cambio, se acepta que lo haga cuando el culpable de un grave delito es miembro de su mismo grupo social?
Los ejemplos sobran. Hablando de delincuencia común, Libertad y Desarrollo (LyD) critica duramente el “garantismo” de los jueces que “con tal de no decretar prisión preventiva”, llegan a “límites propios del realismo mágico”. Pero cuando los acusados son los dueños de Penta, LyD advierte que la prisión preventiva contra ellos “pisotea garantías básicas” y constituye “una dinámica de caza de brujas” (Penta era uno de los financistas de LyD).
Lavín y Délano libraron con clases de ética. Aún no sabemos si Orpis purgará su condena en la cárcel o quedará, también, libre. Sí sabemos que el corruptor en este caso, el exgerente general de Corpesca Francisco Mujica, fue indemnizado con más de $300 millones y reubicado en puestos gerenciales por el mismo grupo Angelini. Luego negoció con la Fiscalía una pena de multa y firma mensual.
También sabemos que la empresa fue condenada como persona jurídica por los sobornos. La Fiscalía pide una multa de U$1.370.000 y la inhabilitación por cuatro años para celebrar contratos con el Fisco.
¿Será cierto, entonces, que la corrupción es un mal negocio?
Veamos la evidencia. La Ley de Pesca entregó, según cálculos de su propio impulsor, Pablo Longueira, cuotas anuales estimadas en US$743 millones a las grandes empresas. Un solo día de estas cuotas vale más que la multa que se está pidiendo para la empresa corruptora. El gobierno ya advirtió que bloqueará en el Tribunal Constitucional la anulación de la ley, por lo que las rentas regaladas a Corpesca y otras empresas no corren peligro.
Otro ejemplo: en el caso Cascadas, se acreditó que Julio Ponce obtuvo utilidades fraudulentas por US$128 millones. Ahora se está discutiendo si deberá pagar una multa de US$3 millones o U$6 millones. Ponce deberá devolver una fracción mínima de lo que ilícitamente se embolsó.
La sanción social tampoco opera. Basta recordar el caso de Pedro Velásquez, destituido como alcalde y condenado por fraude al Fisco en 2007. Tras cumplir 300 días de pena remitida, Velásquez fue elegido diputado en 2009, y nuevamente en 2017. Su regreso ha sido gentilmente auspiciado por la clase política en pleno: ex DC, fue candidato por el PRI y los regionalistas, elegido segundo vicepresidente de la Cámara con el voto de RN y la UDI, y ahora es parte del FRVS, formando bancada con los humanistas y acuerdo electoral con el Partido Comunista.
¿Y del lado empresarial? Tras conocerse la condena contra una de sus empresas miembro por corrupción, la Sofofa declaró que “condena con fuerza” los hechos. ¿Cuál es, en la práctica, esa condena? “Citar” a Corpesca “para contrastar la información entregada por la empresa” y “verificar no sólo que mantenga vigentes las recomendaciones formuladas, sino también su fortalecimiento”.
La Sofofa confirma así su política de tolerancia infinita a la corrupción empresarial. Cuando la Papelera se coludió, Sofofa la liberó de toda sanción juzgando que “la empresa afectada (sí: ¡afectada!) procedió a implementar un conjunto de medidas” para reparar el daño causado. Poco después, eligió como presidente a uno de sus directores durante la colusión, Bernardo Larraín Matte.
El código de ética de la Sofofa obliga a sus miembros a “resguardar los intereses del consumidor” y “respetar las leyes y sus reglamentos”. Pero violar esas normas, coludiéndose o sobornando a parlamentarios, no conlleva sanción alguna. Vaya concepto de la ética.
Y estos son los casos en que sí hay fallos. Porque las pesqueras no sólo pagaron a Orpis e Isasi. A través de distintas vías, desde aportes reservados hasta supuestas asesorías, han financiado campañas o bolsillos personales de presidentes, senadores, diputados, alcaldes y concejales, tanto oficialistas como opositores.
La condena a Orpis, Isasi y Corpesca es una bienvenida luz de esperanza. Pero también es la excepción que confirma la regla: en Chile, cuando es cometido por ciertas personas y dentro de ciertos círculos, el crimen es un negocio redondo.